Primera parte: Agosto
1 | Nota mental: aprender a hacer trampa en los exámenes
Holly
En mi defensa, no esperaba que el profesor se diera cuenta de que estaba intentando hacer trampa.
Tampoco pensé que fuese a importarle tanto. Vamos, un maldito examen de repaso no le interesa a nadie. Vi a muchos alumnos guardar sus teléfonos y dejar de inclinarse sobre las hojas de sus compañeros de pupitre cuando el señor Rhada me quitó el examen. Así que no era el único desesperado por responder, cuanto menos, una consigna bien, pero sí fui el que peor disimuló.
¿Quién demonios estudia los verbos irregulares en inglés en sus vacaciones de invierno?
Yo no, por supuesto.
Me pasé esas dos semanas increíbles en las que no tuvimos obligaciones escolares practicando penales[ Penaltis.], pases cortos y cambios de posición con el equipo. Fueron los quince días más intensos de mi vida, y mi lesión es prueba de ello. Aunque también es la clara muestra de que todo el mundo tiene razón cuando me llama «testarudo» en susurros.
Mientras la rectora se deshace en un suspiro de resignación y se prepara para repetirme la misma pregunta que lleva haciéndome desde hace ya diez minutos, bajo la vista a las manos juntas sobre mis piernas. Una se ve sana, totalmente corriente; pero la otra, mi mano hábil, está…
—¿Por qué hiciste trampa, Holland?
¿Por desesperación? ¿Porque no entiendo el tema? ¿Porque creí que al profesor Rhada ya se le había pasado la temporada de tenerme entre ceja y ceja? ¿Porque sí? ¿Porque por qué no?
Me encojo de hombros.
La rectora Valles suelta otro bufido y fija su atención en el chico a mi lado. Yo no me animo a hacerlo. Desde que nos sacaron a ambos del salón, no me he dignado a mirar a Kevin a los ojos ni una sola vez. Hay algo en mi compañero —su altura quizás, o que tiene el tamaño de un ropero mediano con el humor de un perro de pelea— que me impide mirarlo sin sentir que estoy a punto de tragarme un buen golpe de sus manotas.
En su lugar, poso la vista sobre la venda roja que me cubre la mano izquierda y la muñeca. Todavía odio a mi madre por haber elegido una muñequera a juego con el uniforme escolar. Milo no ha dejado de burlarse de mí llamándome «un simpatizante del Santa Lucía». Es molesto que sea del mismo color que la corbata obligatoria del uniforme, pero supongo que es mejor que llevar una de superhéroes como habría elegido mi hermana solo para fastidiarme aún más.
—De acuerdo, muchachos... —empieza la mujer.
Al escuchar el uso del plural, casi doy un salto en la silla.
—Kevin no hizo nada —me atrevo a decirle. Valles se muestra sorprendida ante mi participación, y creo que yo también lo estoy. En especial, porque eso me da las agallas para enfrentarme por primera vez al rostro inexpresivo de Kevin—. Él solo me dejó sentarme a su lado. Ni siquiera estaba haciendo trampa como yo.
Es la verdad. Cuando llegué al salón de inglés, el único espacio libre era el pupitre contiguo al que Kevin Paz estaba ocupando. Somos compañeros desde hace años, pero jamás hemos hablado. Cuando le pregunté si podía tomar asiento a su lado, creo que se sobresaltó más que yo de que le dirigiera la palabra.
No es su culpa que el profesor Rhada me haya atrapado sentado a su lado mientras me copiaba las respuestas del teléfono bajo la mesa. Es una víctima involuntaria de mi estupidez.
Kevin no dice nada. No se defiende, no me delata, no se adjudica ni resta culpa. A él todo esto debe darle totalmente igual. Es un buen alumno, a juzgar por lo rápido que resolvía las actividades casi sin pensar, y porque creo recordar solo nueves y dieces cuando dan sus notas en voz alta. Seguro que puede recuperar el examen que nos quitaron antes de enviarnos con la rectora.
Yo no le intereso en absoluto, así que lo único que debe estar deseando es salir de aquí lo antes posible. O quizás le interese lo suficiente para darme un manotazo cuando salgamos de la rectoría. Quién sabe.
—De acuerdo —dice Valles lentamente. Kevin pasa la vista de mí a ella sin preocuparse por disimular que no se siente cómodo—. ¿Quieres decir algo más, Holland? Responder mi pregunta, tal vez.
—Hice trampa porque no conocía el tema —pruebo. Ella hace una mueca—. No lo recordaba. —Veo que tampoco la convence y suspiro—. No estudié.
—Mira, sé que es difícil para ti intercalar tus tiempos de estudio con tu actividad fuera de la escuela. —Su mirada se mueve sin discreción hacia mi mano izquierda. Trago mientras me toqueteo la muñequera con los dedos. Pica. Es horrible—. Pero es importante que te concentres y esfuerces si quieres terminar bien el año. Jamás has sido un alumno sobresaliente, pero has sabido llevarlo hasta ahora.
«Hasta ahora», por supuesto.
Hasta que a principios de año me abrieron las puertas de la reserva del equipo de primera división y comencé a entrenarme con los mayores, con los que pisan estadios y compiten por copas pesadas, brillantes y codiciadas, yo era un alumno regular con un siete de promedio.
Pero ahora todo es distinto.
Ahora tengo que defender un lugar y preocuparme por no encandilarme con el brillo de las camisetas de la reserva y los flashes que a veces se filtran en los partidos y a la salida del club. No he jugado un partido aún con la primera división, pero estar en la reserva del equipo es uf...
Claro que mi repentino ascenso desde las ligas inferiores hacia este nuevo nivel ha acarreado consecuencias. Si antes era exigente conmigo mismo, ahora que debo ganarme mi sitio en la cancha y luchar para mantener el ritmo, mi vida se ha puesto patas arriba en todo lo que no tenga que ver con el fútbol. Pero he intentado llevarlo, aunque quizás no con las suficientes ganas.
Y definitivamente no me he esforzado por mantener mi rendimiento en cosas como inglés, que no podría darme más igual.
—Hablaré con el profesor Rhada para que te dé una segunda oportunidad con el examen. —Veo que Kevin abre la boca, pero la rectora se le adelanta—. A ambos.
—Gracias —susurro, porque me parece lo más apropiado, aunque no es ni de cerca lo que siento.
No estoy agradecido de tener otra chance para rendir un examen que igual voy a aplazar. Mucho menos sabiendo que Rhada volverá a tenerme entre ceja y ceja, sentado al frente de la clase, con la vista puesta sobre mí y solo sobre mí mientras realizo ejercicios sin entender una palabra. Es probable que después de esto vuelva a tratarme como a un tonto por no entender su materia, intentando ridiculizarme delante de todos; haciéndome leer textos y frenándome cuando llego a la segunda línea porque mi pronunciación es un asco. Rhada es ese tipo de profesor. Y yo que apenas me llevo bien con el español…
¡Gracias, rectora Valles! Me serviría más si lo despidiera.
—¿Puedo marcharme?
—Una cosita más —dice, y ya he escuchado eso antes.
Saca una libreta de hojas rosas de uno de sus cajones; también conocida como la famosa libreta de castigos. Habla muy mal del alumnado el hecho de que tenga un bloc de notas fabricado específicamente para repartir castigos, con líneas para rellenar con nombres, lugares y tareas. Pero supongo que un poco —demasiada— rebeldía es esperable cuando tienes a un montón de adolescentes uniformados con reglas muy estrictas. El caos es inevitable.
La rectora anota mi nombre y un par de cosas más que no logro descifrar al estar sentado al otro lado del escritorio. Cuando me entrega el papel, solo puedo fijarme en el sitio del castigo: el teatro. Tres días de tareas obligatorias no especificadas en el teatro del colegio. Estoy hasta el cuello. Aún no han enviado los horarios de entrenamiento, pero ruego para que no coincidan con mis días de castigo. Faltar al primer encuentro daría una pésima imagen, justo lo que quiero evitar.
No escribe un papel para Kevin, pero no hago mención de ello mientras me levanto y me dirijo a la puerta. Él no me sigue. La rectora me da los buenos días, que es casi como decir «vete de aquí, adiós». De modo que salgo, me despido de la secretaria y me quedo sentado fuera de la oficina porque aún le debo una disculpa a Kevin por haberlo metido en este embrollo.
Me pregunto si la rectora estará hablando con él acerca de mí. Sé que hace eso, es su forma de interesarse por sus alumnos. Indaga en los grupos cercanos de los chicos en los que ve problemas para intentar buscar soluciones.
Quizás debería decirle que Kevin y yo no somos cercanos. Que vamos a la misma división y nos sentamos juntos hoy, pero que no somos amigos ni mucho menos.
Me pregunto si le preocuparía más enterarse de que solo tengo un amigo en toda la escuela y es Milo.
Kevin sale de la oficina y no se percata de mi presencia hasta que termina de suspirar con los ojos cerrados, con la espalda pegada a la puerta. Me echa un vistazo y alza las cejas con un gesto que destila impaciencia. Sea lo que sea lo que haya hablado con la rectora, no fue referente a mí. O puede que sí, dado el fastidio grabado en su rostro.
Poniéndome de pie para acercarme a pedirle disculpas, vagamente recuerdo lo que Milo me dijo hace un par de semanas acerca de Kevin, un grupo de apoyo y el conflicto de las vacaciones de verano.
—¿Qué tanto me miras?
En la correa que lleva al hombro, hay un pin con una bandera arcoíris. Kevin sigue mi mirada y lo arranca con un manotazo.
—¿Te castigaron? —pregunto. No contesta. Tampoco me interesa. Al demonio con él—. Lo siento.
Kevin pone los ojos en blanco y se aleja. No piensa volver a la clase de inglés. Me sorprende que hayamos tenido la misma idea, aunque él tiene un claro lugar a donde ir hasta que la hora acabe y yo… Bueno, supongo que daré una vuelta por el colegio.
Mientras camino por los silenciosos pasillos del Santa Lucía, solo puedo pensar en que apenas estamos retomando las clases y ya tengo un esguince, un castigo y, aparentemente, un nuevo enemigo. Y también en que tengo diecisiete años y aún no sé hacer trampa en los exámenes sin que me descubran.
✦ ˚ * ✦ * ˚ ✦
Milo sale de su clase de francés tan radiante como yo después de estar dos horas entrenando bajo los rayos del sol. Está encantado, como siempre, y me parece cuestionable que su felicidad se deba a algo académico, pero Milo Torres es así solo por el idioma, no porque sea un chico aplicado. Creo que ninguno de los dos lo es.
—¿Qué aprendiste hoy? —inquiero. Me pasa un brazo por los hombros y se acomoda los anteojos con un toque suave de su otra mano—. ¿Algún insulto?
—Esos no los enseña la profesora Puán, sino Mariana —cuenta, señalando a la pelirroja que va frente a nosotros con sus amigas. Es la compañera de pupitre de Milo en clases de francés, y también una de sus conquistas fallidas. Las chicas, como si supieran que estamos hablando de ellas, nos echan un vistazo por encima del hombro y agitan los dedos en mi dirección. Mariana niega con la cabeza y las obliga a mirar hacia adelante con un suspiro de resignación—. Me enseñó muchos que aprendió en una serie.
—¿Cómo cuáles?
—¿Para qué quieres saber insultos en francés, Holly? —chista, separándose de mí—. ¿Es que no sabes los suficientes en inglés?
Le doy un suave empujón, pero Milo regresa a mí como si fuera uno de esos muñecos para golpear con arena en la base. Cuanto más fuerte los golpeas, más duro es el impacto cuando vuelven hacia ti. Casi me acorrala contra una de las paredes del pasillo, pero soy lo suficientemente fuerte para frenarnos a ambos antes de impactarnos contra los afiches[ Carteles.] que llaman a misa la próxima semana.
—Lo que necesitas no son insultos en idiomas maravillosos, bro, es dejar de meterte en problemas —dice, señalando mi muñequera mientras entramos a la clase de matemáticas—. ¿No tienes suficiente con la mano rota?
—No es mi mano, es mi muñeca. Y no está rota, tengo un esguince.
—Oh là là —se mofa, abanicándose con la mano. Le doy un golpe. Él me lo devuelve—. ¿Eres médico ahora?
Si lo fuera, yo mismo me daría el alta y me quitaría esta odiosa muñequera que me da picazón. Sé que, hablando en términos de lógica, puedo jugar teniendo un esguince de muñeca, pero al menos debo superar la semana de reposo que me encomendó el doctor.
Mis manos son una parte importante del juego solo si debo realizar un lanzamiento lateral o atajar penales, y no soy guardameta. Soy un mediocampista. Bastante bueno, tengo que decir. Aunque mi intento por practicar en todas las posiciones, incluida la del portero, fue lo que me dejó la muñeca así.
Milo dice que es culpa de mi avaricia. Yo tengo otro término más acorde: autoexigencia.
Es importante aprender a atajar penales y no herirte la mano en el proceso. Nadie sabe cuándo el equipo lo necesitaría.
—Y... —dice, retomando la conversación. Me ayuda a sacar las cosas de mi bolso para que no tenga que forzar la muñeca y, a pesar de que me hace sentir un idiota, se lo agradezco—. ¿Qué te dijo Valles?
—Me castigó, claro. A Kevin, no. Le dije que no tenía nada que ver.
—Deberías usar esa honestidad para tus exámenes, ¿no te parece? —Sonríe antes de pellizcarme la mejilla. Le aparto la mano con hastío.
—Ya cierra la boca.
—¿Y el papel rosa? —inquiere, refiriéndose al conocido castigo. Tomo la hoja doblada del bolsillo de mi pantalón y se lo entrego. La expresión de Milo es digna de apreciar—. ¿Te mandó como castigo al teatro? ¡Esto es una estafa!
—Que a ti te guste ir al teatro no significa que a los demás también. Para mí sí es un castigo estar ahí. Además, lee eso, dice que tengo que «ayudar». ¿Con qué voy a ayudar? ¿Siendo un árbol en una escena? ¿Arrojando confeti al final de la obra?
—Ya no me hables, Holland —dice, fingiendo molestia—. Ir al teatro no es un castigo.
—Para ti no lo es porque te gusta.
—A ti también te gusta ir.
—Solo porque tú vas.
Milo no es solo un participante activo del club, sino el mejor actor de diecisiete años con el que cuenta el equipo. Me arrastra cada vez que puede a sus ensayos y me obliga a practicar diálogos en el almuerzo. Así que sí, paso mucho tiempo ahí, pero no por voluntad propia.
—Vete a la mierda. —Me sonríe, entrecerrando los ojos con desprecio.
—¿A dónde crees que voy a ir a cumplir mi castigo?
Y, dicho eso, comienza a soltar todos los insultos que Mariana le enseñó en clase de francés.
✦ ˚ * ✦ * ˚ ✦
El teatro se encuentra en el corazón de nuestra escuela.
Detrás de la pequeña capilla que filtra la luz a través de sus coloridos cristales, creando una atmósfera multicolor, el teatro es el segundo lugar más bonito del Instituto Santa Lucía. Y, si bien la religión es importante, queda claro cuál es el lugar donde los padres y autoridades prefieren derrochar su dinero cada mes. En algunos lugares es el deporte, las artes o el desarrollo académico. Aquí, son las obras protagonizadas por mi mejor amigo.
Está casi en penumbras, apenas iluminado por las lámparas de medialuna que le dan un aspecto de cine anticuado. Camino con cuidado entre las filas de butacas, bajando por las escaleras que llevan al escenario, donde un reflector solitario alumbra un baúl de utilería abierto. Lo han dejado como centro de la escena, interpretando el papel de un abandonado objeto inanimado.
Cosas que aprendí de mi amistad de años con Milo: la gente de teatro busca crear escenas constantemente, incluso cuando no hay nadie presente. Siempre están pensando algo para que recuerdes que este es un lugar donde ocurren cosas, según ellos, «maravillosas y artísticas».
Cierta vez escuché a Milo decir que, en realidad, dejan objetos sobre el escenario o se pasean en la oscuridad para reforzar el mito del lugar: el teatro está embrujado.
Jamás he creído en esas cosas. Mi mejor amigo me ha gastado mil y una bromas acerca de eso, así que estoy curado de espanto respecto a la maldición del lugar.
Mientras me acerco más al baúl solitario, comienzo a distinguir las cosas desperdigadas sobre el suelo. Maracas, pelucas, telas y botas de piel desgastadas, entre otro montón de baratijas y joyas falsas. Estoy rogando para mis adentros que mi tarea sea solo juntar estas cosas y marcharme a casa. ¿No se juega hoy un partido de la liga francesa superimportante?
Pero entonces, justo cuando estoy a menos de un metro del escenario, me llevo el primero de muchos sustos.
Un grito.
Desgarrador, punzante e intenso.
Y terriblemente falso.
Y luego un apagón.
Y otro grito más.
La oscuridad se vuelve total de un momento a otro mientras el sonido se pierde en el enorme teatro. Las luces se apagan, el reflector deja de alumbrar el baúl y lo único que puedo hacer es caerme de culo del miedo.
Maldita sea la gente de teatro.