A mis hijos
YO FUI
Yo fui.
Columna ardiente, luna de primavera.
Mar dorado, ojos grandes.
Busqué lo que pensaba;
pensé, como al amanecer en sueño lánguido,
lo que pinta el deseo en días adolescentes.
Canté, subí,
fui luz un día
arrastrado en la llama.
Como un golpe de viento
que deshace la sombra,
caí en lo negro,
en el mundo insaciable.
He sido.
Luis Cernuda
PRÓLOGO
¿Quién no ha visto en mil ocasiones la imagen de un escritor rodeado de bolas de papel arrugado? ¿O, más recientemente, el mismo escritor mirando la pantalla de su ordenador con la mente en blanco? Sin embargo, yo diría que las tribulaciones con las que aflige la escritura a quienes todavía están en proceso de aprendizaje son mayores. Y lo demostraré citando varios episodios.
En uno de mis cuentos yo narraba cómo un hombre harapiento —con aspecto de toxicómano— irrumpía en una herboristería, llena de alimentos «bio-eco» carísimos y de clientes saludables
aparentemente dispuestos a dejarse medio sueldo con tal de protegerse y proteger el planeta
. En cuanto entró, ya se palpaba en la tienda una tremenda aprensión, por las miradas y por una especie de cacareo en sordina. Escribí el cuento porque había presenciado esa escena y me pareció muy chocante.
—¿Cuál es el problema en esta escena? —preguntó mi profesora de Narrativa.
Nadie supo contestar.
—Que no existe un narrador —nos instruyó ella.
Era totalmente cierto. Pero años más tarde insistí —soy bastante tozuda— con la presentación de la misma historia revisada. En esa ocasión, la profesora de turno comentó:
—De todos los lugares en que se puede situar una escena, una herboristería me parece el más soporífero, con diferencia. ¿Por qué no elegiste una sex-shop, por ejemplo?
Sin duda una sex-shop es un sitio más interesante, pensé, pero el contraste entre los personajes «ortoréxicos» y el del drogadicto no habría sido posible. Aunque, bien visto, en la sex-shop podría haber colocado algún obseso del bronceado que se horrorizase por la palidez de mi pobre heroinómano.
Al comienzo de otro curso, la tutora —una tercera—, haciendo muestra de un estilo pedagógico y de coaching peculiar, sometió a un compañero a un juicio sumarísimo
o así lo sentía yo
cuando planteó a la curia:
—Que levante la mano quien crea que este pasaje le aporta algo.
Nos miramos entre nosotros y, obviamente, cruzamos los brazos. He de admitir que aquel pasaje me aportaba poco. Pero nuestra cobardía hizo que el reo se pasase el resto de la sesión removiéndose en la silla, como si estuviese planteándose salir por la puerta del aula para nunca más volver. Supongo que el hecho de que acababa de ingresar un dineral por la matrícula pesó bastante a la hora de regresar a la clase siguiente.
El día de la evaluación final, otra alumna pidió sinceridad a nuestro profesor de aquel año sobre su estilo literario
¿cómo se te ocurrió hacer eso, XY?
, y él la derrochó: «Bueno, con ese texto desde luego que no vas a ganar el Premio Planeta». Hay que reconocer que el hombre fue honesto.
Y a pesar de esas lecciones ásperas, durante aquellos años de formación en la escritura aprendimos mucho.
Yo aprendí que a menudo nos falta empatía con un personaje que nosotros mismos hemos creado. Vi, incluso, cómo algún compañero devaluaba a su protagonista, encasillándolo en un estereotipo porque aspiraba a vender una serie. Comprendí que un escritor necesita un buen feedback, o en caso contrario es capaz de narrar lo más inverosímil: los avatares de un hombre lobo escuchimizado y perdedor o los de una aristócrata que abandona todos sus privilegios para militar en una ONG.
Y lo mejor de esos cursos era que semana a semana crecían nuestros vínculos afectivos. Los compañeros de desdicha en los talleres de escritura nos señalábamos las incoherencias en nuestros textos, las imprecisiones de vocabulario. Nos animábamos mutuamente a seguir intentándolo y expresábamos nuestra emoción cuando los escritos nos tocaban la fibra
perdón por utilizar una de esas frases manidas que están absolutamente prohibidas en el mundillo
.
Pude ver a una niña de dieciocho años inventar diálogos de una viveza admirable, a un jubilado enamorado por completo de su protagonista, a una muchacha escribir como los ángeles en una lengua que no era la suya.
Pero, de esa etapa que he descrito, mi experiencia más apasionante ha consistido en sentir que docenas de alumnos, profesores y escritores amaban las historias por encima de todo. Como yo. Como vosotros. Porque, en definitiva, las historias no son otra cosa que trocitos de vida.