La mirada vaciada

Capítulo 1

Septiembre de 2016

A mi izquierda, uno de los sillones —tapizados en gris— se había quedado vacío. En el siguiente estaba ella sentada. Llevaba un top naranja ajustado de tirantes que le resaltaba el hoyito de la clavícula. Tenía la piel de un color indescriptible, un moreno que no había visto nunca. ¿Era latinoamericana? De repente, antes de que pudiese fijarme en su rostro, ella se agachó para sacar algo del bolso y un mechón se lo cubrió. Cogió un Smint. El cabello, negro como el mar en la noche, le brillaba bajo la luz cenital de la sala de actos. Respiré hondo y me alcanzó su perfume afrutado. Tal vez era tan catalana como yo, pero probablemente sería una Erasmus, y destacaba más que ninguno de ellos entre las docenas de voluntarios que el decanato había solicitado para hacerles de guía.

Volví a hojear los trípticos que nos habían repartido, horarios, aulas, planos, calendarios, entonces unos cuantos aplausos me sacaron de mis cavilaciones. El secretario, de pie al lado de la enorme pantalla, había clausurado el acto de acogida y desconectaba el micrófono inalámbrico. Uno de los conserjes abría las puertas.

—Would you like to be my guide?[ ¿Te gustaría ser mi guía?

] —Alcé la vista. Ella sonreía. No me lo podía creer. La fabulosa morena de dos asientos más allá estaba de pie a mi lado pidiéndome ayuda.

—Sure.[ Claro.

] —Me incorporé y le pregunté de dónde era.

Inglesa, dijo. ¿Inglesa, cómo?, y de inmediato temí que fuera a estropearlo todo con mi cara de descoloque. Ella se rio y aclaró que era angloíndia, que estudiaba arquitectura y que se moría de sed.

Los alumnos ya se dirigían en pequeños grupos al bar del rectorado, una sala minimalista con un porche, donde se había dispuesto una especie de cóctel de bienvenida que el presupuesto había encogido hasta reducirlo a un pica-pica. Me dijo que se llamaba Sameentha, y la acompañé a la única mesita que había quedado desocupada en un rincón. Conseguí un taburete y, al arrimárselo, rocé su falda de algodón. No había más asientos, así que yo permanecí de pie. Me vino bien para apoyar los codos en la mesa y tenerla más cerca.

Le expliqué que estudiaba Informática, que estaba muy interesado en el software social. Sameentha asentía distraída a la vez que depositaba bolitas de wasabi sobre una lengua jugosa y rosada. Mientras charlábamos, me sumergí en aquellos ojos enormes y profundos. Ella bebió un sorbo de cerveza y no se dio cuenta de que le había dejado un hilo de espuma blanca en el labio superior. Entonces noté una especie de cosquilleo bajo los vaqueros y le ofrecí una servilleta, como para disimularlo. Estaba fatal, supuse que eran efectos secundarios de la abstinencia.

Sam —su nombre corto para los amigos, porque le gustaba su ambigüedad— dijo que le encantaba poder tomar un aperitivo al aire libre rodeada de pinos. Y le contesté que, a esas alturas del verano, yo daría lo que fuese por una semana nublada y lluviosa en Irlanda, aunque fuera asistiendo a un cursillo de inglés.

Cuando calculé que no resultaría demasiado invasivo, me ofrecí a echarle una mano para buscar habitación en Barcelona, no podía perderle el rastro. Pero Sameentha ya estaba instalada.

—Esta semana son las fiestas de la Mercè. ¿Te apetece ir esta tarde a un concierto de rock? También hay actuaciones de danza de Bollywood. —¿Cómo podía ser tan patético? Sin embargo, ella volvió a reír, tenía una voz clara, ni aguda ni grave.

—No, mejor el concierto. ¿Dónde podemos quedar?

—¿En la plaza del Rey? Puedes acceder por la Rambla, ¿sabes dónde es? ¿Qué tal a las ocho?

—Eight is ok with me.[ Las ocho está bien.

] Después podríamos ir a tomar algo por el centro, es mi primera estancia en tu ciudad y no conozco casi nada.

Sam me pidió que nos sentásemos un ratito en el césped y a mí la sola idea de tumbarme al sol abrasador del mediodía me dio un sofocón. A cambio, si alargaba el encuentro hasta la tarde, tal vez evitaría que le saliese otra movida.

Se apoyó con los antebrazos a su espalda, se quitó las sandalias y cerró los párpados como si quisiera absorber toda la energía del sol. Yo la recorría de arriba abajo sin decir palabra cuando un aspersor se puso en marcha y nos hizo saltar de allí entre risotadas.

Antes de separarnos, me pasó su número de móvil y le hice una perdida. Luego —por no abusar de la confianza— le tendí la mano. Sameentha tiró de ella y se puso de puntillas para acercárseme a la mejilla. Las estiradas son las inglesas, me dijo, y soltó una carcajada fresca. Yo prefiero la costumbre francesa de dar tres besos. Después me devolvió la mano, se dio media vuelta y se encaminó a la estación.

Era canela. Su perfume llevaba canela y se lo ponía tras el lóbulo de la oreja.

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