Nació entre ellos una amistad tan grande que, todas las tardes, al salir de la escuela, se reunían para hacer los deberes. Alvarín los que le ponía su profesor particular y Ramiro los que le mandaba don Ramón. Enseguida se destacó la inteligencia de Ramiro que más de una vez resolvía los problemas a su amigo. Don Santiago los observaba a hurtadillas y se reía escuchando sus conversaciones sobre temas diversos. Algunas veces se encerraba con ellos en el cuarto de estudios y les decía: «Hablemos entre hombres». Así, en una de tantas conversaciones «de hombres», tuvo acceso a los sueños de ambos. A la pregunta «¿Qué queréis ser de mayores?», cada cual expuso sus deseos.
—Yo quiero vivir en un lugar cálido, donde no haya niebla, ni inviernos tan largos y fríos como aquí, donde no llueva. Donde se vean mariposas en diciembre. Me casaré y tendré muchos hijos —eran los deseos de Alvarín aquejado siempre de fuertes catarros.
—¿Y tú, Ramiro, también quieres ver mariposas en diciembre? —preguntó divertido don Santiago.
—A mí no me importa el frío. Me gustaría estudiar medicina pero en casa no pueden pagarme la carrera. Seré jardinero como mi padre. Me gustan mucho las plantas.
Don Santiago se quedó mirándole y, con ternura, le revolvió el pelo con los dedos.
—De momento portaos bien y haced las tareas del colegio. Luego ya veremos lo que se puede hacer.
Los fines de semana eran ideales para los dos niños. Doña Clotilde, aunque exteriormente no lo demostraba, ya se fiaba del hijo de los empleados porque sabía que era un chico sensato y prudente. Nada le podía pasar a su hijo en su compañía ni correría ningún peligro, porque Ramiro no era un niño alocado. Por lo tanto, se les permitía recorrer el inmenso jardín y hasta salir fuera de la propiedad. Así fue como Alvarín saboreó las mieles de la libertad. Aquellas escapadas fuera de la verja de La Casona eran como un sueño para él. Un sueño que había alimentado día a día a través de los cristales de su ventana. A veces, cuando estaba aislado de todo contacto con otras personas que no fueran los sirvientes de la casa, se preguntaba qué harían otras gentes, a qué jugarían otros niños... Con Ramiro estaba descubriendo un mundo nuevo, maravilloso, divertido y sano. Cuando llegó el buen tiempo, las correrías hasta el pinar de Manín le llenaron de júbilo. Ramiro conocía las aves por sus gorjeos, por su aspecto, por sus vuelos; trepaban a los árboles para ver sus nidos. Seguían con cautela la incubación de los huevos hasta verlos eclosionar. Luego estaban pendientes del primer vuelo de los pajarillos para impedir que se lanzaran del nido antes de tiempo y cayeran al suelo quedando a merced de los depredadores...
Era un mundo que su profesor no le había enseñado porque el sabor de la libertad no se aprende en ningún libro. Por eso Ramiro llegó a ser para él algo sublime. En un mes había aprendido más que en sus casi ocho años de vida.
Los continuos catarros de Alvarín eran cosa del pasado. Su palidez había dado paso a un color saludable y su apatía ante una mesa llena de manjares a cual más apetitoso, se había transformado en un hambre atroz que devoraba cuanto le ponían delante.
Doña Clotilde veía con agrado la transformación que su hijo experimentaba, pero era demasiado rígida para demostrar agradecimiento. Sin embargo, aunque en un principio no le gustó la idea de las relaciones de su hijo con el de los empleados de la casa, ahora se daba cuenta que había sido un acierto admitirlo.
Aquella amistad, sincera y entrañable perduró a través de los años, hasta que...
—Buenas tardes —aquella voz hizo salir de su ensimismamiento a Ramiro y lo devolvió al presente. Miró hacia la verja de entrada: un hombrecillo salía de La Casona con una cadena y un enorme candado en la mano.
Ramiro reconoció enseguida al dueño de aquel saludo y acercándose a él le contestó:
—Buenas tardes... ¡Si es el señor Jacinto, el gaitero! —dijo mientras le tendía la mano, dedicándole su mejor sonrisa.
—¿Me conoces? —el señor Jacinto, extrañado, correspondió al saludo con una mano desagradablemente húmeda y floja, mientras escudriñaba las facciones de Ramiro. Pero el cambio en esos quince años era demasiado pronunciado—. Creo que no te conozco... ¿Eres de algún pueblo de por aquí?
—Soy Ramiro, el hijo de Juan y Matilde —Ramiro no había perdido la sonrisa y esperaba la reacción del gaitero. Sabía muy bien la simpatía que había tenido siempre a sus padres.
—¡Ramirín! ¡No puedo creerlo! —se abrazó a él dándole unas fuertes palmadas en la espalda— ¿Y cómo por aquí?
—Este verano quiero pasarlo en el pueblo —Ramiro se quedó mirando la cadena y el candado que tenía el gaitero en la mano y señalándolos preguntó:
—¿Cuida usted La Casona?
—Vengo a ventilarla de vez en cuando. Pero es una pena que esté así —luego mirando con descaro a Ramiro y estudiando la reacción que su pregunta ejerciera en él siguió—. ¿Hace mucho que no os veis?
Ramiro se sintió molesto. No había venido allí para responder a preguntas indiscretas y trató de llevar la conversación hacia otros derroteros.
—Todavía no he llegado a mi casa. No sé cómo me la encontraré. Supongo que mi prima la habrá mandado a limpiar como le dije.
Pero el señor Jacinto no era hombre que cambiara fácilmente de tema si el que tenía entre manos le iba a proporcionar aclaraciones sustanciosas. Hacía mucho tiempo que había pasado todo, pero aún la gente seguía haciendo cábalas diversas sobre lo ocurrido.
—Decía... —de nuevo el gaitero insistía, creyendo tener perfecto derecho a enterarse de todo; mientras hablaba no dejaba de mirar fijamente a Ramiro, observando cualquier gesto que reflejara su cara ante la invocación de aquellos recuerdos. Ramiro se sentía nervioso y miraba alternativamente al gaitero y hacia la casa. Ese pasaje de su vida, tan doloroso, estaba enterrado, o así lo creía él. Pero el Sr. Jacinto se empeñaba en convencerle de lo contrario—. Pienso que ella ha tenido toda la culpa. Álvaro cambió mucho desde entonces. En el pueblo se ha dicho...
—Señor Jacinto. No he venido aquí para escuchar cuentos de chismosas ni a satisfacer la curiosidad de nadie.
Ramiro estaba alterado y aunque deseara conocer lo que se había dicho en el pueblo, prefirió no darle opción al gaitero para seguir con lo que era tan desagradable para él. Había sacado las llaves del coche y jugueteaba con ellas nervioso. Miró al gaitero, luego a la mansión y, señalando el coche dijo:
—Voy a seguir mi camino. ¿Quiere que le lleve hasta su casa?
—Sí, claro. Uno ya es viejo y, aunque no es mucha la distancia, se agradece ir en coche.
El Sr. Jacinto se dirigió hacia la verja de entrada y, después de cerrarla, la trabó con la cadena y colocó el candado. Ramiro lo observaba con tristeza. Aquella imponente entrada, con el escudo familiar esculpido en granito en una de las columnas laterales, se abría con mando a distancia. Fue uno de los arreglos modernos y prácticos que don Santiago había introducido. Otro fue el acristalamiento de la galería del cuarto de juego de Álvaro.
—Es una responsabilidad para mí; pero alguien se tenía que encargar —rezongó el Sr. Jacinto entrando en el coche.
Ninguno de los dos volvió a hablar de la familia Romeral, pero cada uno hubiera deseado saber lo que el otro tenía en la cabeza.
Cuando se enfilaba la pendiente de la Cuesta de la Fuente, el pueblo ofrecía una vista panorámica que Ramiro recordaba muy bien; con el campanario de la iglesia sobresaliendo por encima de las casas, el mar al fondo y una bonita puesta de sol que llenaba de tonalidades el cielo.
—¿Quién está ahora de cura? ¿No seguirá don Pío? —preguntó.
A Ramiro no le importaba nada en absoluto quien estuviera de cura, pero le pareció que el gaitero iba demasiado contrariado y serio y no quería que se quedara con tan mal recuerdo del primer día en que se vieron después de 15 años; la amistad que tenía con sus padres y lo amable que había sido siempre con ellos, requerían una actitud más cordial por su parte.
—No, don Pío murió hace cuatro años. Ahora está uno de estos curillas modernos que no llevan sotana. Tú lo ves por la calle y no sabes que es el cura.
Ramiro se rió al recordar la curiosidad que tenía de pequeño por saber lo que llevaban los curas debajo de la sotana. Exteriorizó aquellos recuerdos para derribar la muralla que parecía haberse levantado entre los dos.
—Un día se lo pregunté a mi madre —explicó al señor Jacinto— «¿Llevan bragas como las mujeres?» La respuesta de mi madre fue un ataque de risa.
Los dos reían y como parecía que esto hacía olvidar las anteriores indagaciones, Ramiro continuó:
—En una ocasión me mandaron mis padres a encargar una misa para los abuelos y al llegar a casa de don Pío, lo encontré en el jardín plantando unos rosales. Se había arremangado la sotana hasta la cintura y dejaba ver unos pantalones normales. Yo me quedé mirando absorto y cuando el cura se percató de mi presencia me preguntó: «¿Qué miras, Ramiro? ¿Nunca has visto un cura plantando rosales?». Yo salí corriendo porque, ¿cómo le iba a decir que lo que no había visto, es lo que tiene un cura debajo de la sotana?
Riendo a carcajadas, llegaron a la plaza, donde vivía el gaitero. Ramiro paró el coche y antes de salir el Sr. Jacinto se le acercó para decirle con gran misterio:
—Antes de que termine el mes de agosto tú y yo tenemos que hablar. Hoy te has quedado con la impresión de que quería enterarme de lo que no me importa, pero no es así. Cuanto se refiera a la familia Romeral me interesa. Siempre les he tenido un gran aprecio lo mismo que a tus padres. Creo que Álvaro necesita nuestra ayuda y..., ¿sabías que estuvo aquí hace diez años? Él solo.
Las últimas palabras «Él solo», tan recalcadas como las dijo el gaitero, dejaron a Ramiro estupefacto. «¿Qué ocurre?, ¿Cuál es ésa ayuda que necesita Álvaro? ¿Qué sabe el gaitero que no sé yo...?»
Ramiro atravesó la plaza intentando reconocer antiguos rincones, pero todo estaba muy cambiado. «Ultramarinos Natalia», ya no se llamaba así; ahora era «Supermercado Carmelo». «¿Moriría Natalia? ¿Quién sería el tal Carmelo?». El bar de Pepín y el salón de baile, seguían igual. La casa de «Manín» estaba muy reformada. «Cómo se nota donde hay dinero». El ayuntamiento recién pintado. «Ya podían cambiar la bandera; el azul parece gris. ¿Quién estará de alcalde?».
Siguió por la Calle del Puerto, al final de la cual estaba la casa familiar. En la calle bullía una inusual animación. Él la recordaba tranquila, con sus desgastados adoquines, sin aceras y una hilera de viejas casas a ambos lados. Era el barrio de pescadores, el más humilde del pueblo. Al final estaba el embarcadero y a la derecha la lonja. Desde la lonja salía todas las mañanas el carro de Joaquín «el pescadero», lleno de cajas de pescado variado y tirado por un percherón que levantaba chispas en los adoquines al pisar. Joaquín, «el pescadero», atravesaba el pueblo tocando una corneta y gritando: «¡Pescadito freeeesco, recién sacado de la maaaar! ¡Pescadilla, jureles, salmonetes!». Las mujeres salían a la puerta de sus casas con fuentes, para ver la mercancía y «Nicolás», el percherón, se detenía sin que su dueño tuviera que darle ninguna orden. Ramiro se quedaba embobado admirando la sabiduría del animal y la potencia de sus anchas patas. Joaquín y «Nicolás» atravesaban el pueblo, uno al lado del otro, como dos buenos amigos; subían la Cuesta de la Fuente, hacían otra parada en La Casona del Indiano y seguían hacia pueblos limítrofes del interior, alejados de la costa. Un día de junio, hace dieciséis años, al volver de uno de sus recorridos, Joaquín se encontraba mal; se acostó y no volvió a levantarse. El «clac, clac» de los cascos de «Nicolás» sobre los adoquines de la Calle del Puerto, sonaron por última vez el día que transportó el féretro con los restos mortales de su amo hasta el cementerio. Luego se silenciaron para siempre. Sin embargo, Ramiro todavía podía oírlos.
Condujo despacio, mirando a ambos lados, sin apenas reconocer las antiguas casas de sus compañeros de juegos.
Ahora la calle estaba asfaltada, con amplias aceras. Entrelazados plátanos de sombra la conservaban fresca. Las casas, igual de pequeñas pero muy reformadas, convertían la antes destartalada calle, en la arteria principal y lugar de paseo. Ramiro no daba crédito a lo que veía. Llegó al final y giró a la derecha; la lonja, la casa de Pedrín «el tuerto» y la suya, mostrando el mismo abandono que La Casona del Indiano; solo que allí no se notaba tanto. Siempre había sido una casa humilde y su deterioro pasaba inadvertido.
Salió del coche y se quedó absorto mirando hacia la colina de la derecha. De forma escalonada se habían construido un número indeterminado de apartamentos que eran los que daban vida al barrio.
—¿Le gusta el pueblo?
Aquella voz aguardentosa y fuerte le resultó familiar. Se volvió y en efecto era él.
—Señor Pedrín, ¿cómo le va?
El señor Pedrín se quedó mirando a Ramiro con su único ojo
el otro se lo sacó una vaca de una cornada cuando era niño
. Como no lo reconocía, observaba descaradamente a la persona que tenía delante sin articular palabra. Luego dirigió su ojo hacia la matrícula del coche.
—Madrid —fue todo su comentario.
Volvió a mirar a Ramiro que sonriente sacó la llave de su casa y se disponía a entrar. Una amplia sonrisa se dibujó entonces en la cara arrugada del «tuerto», mostrando más mellas que dientes.
—Pero, ¿no me digas que eres aquel rapacín que tiraba piedras a mis gallinas?
—Ha pasado mucho tiempo desde entonces —contestó Ramiro riendo.
—¡Caguen la mar!, muchacho. Dame un abrazo.
El señor Pedrín se abalanzó sobre Ramiro y le estrujó entre sus potentes brazos, mientras de su cuerpo se escapaba un surtido de olores que iban desde leche agria, hasta sudor de varios días, hierba cortada y cuadra. Era bajo de estatura y muy fornido. Su aspecto desaliñado le daba cierto aire de pobretón, que no coincidía en absoluto con la realidad. Parecía emocionado pero Ramiro sabía que era una persona sumamente egoísta; solo se quería a sí mismo. Recordó el día que «el tuerto» se casó. Tenía treinta y cinco años y en el pueblo se hacían apuestas sobre lo que duraría aquel matrimonio. La novia, nacida en un pueblo de la montaña, era la mayor de siete hermanos; su padre, minero de profesión, aportaba a la economía familiar una pensión que recibía por haber adquirido silicosis en la mina, insuficiente para tanta familia. Pedrín, «el tuerto» disponía de dinero. ¿Qué más daba que le faltara un ojo?. La pobre muchacha pensó que podría comer caliente todos los días y además ayudar a su familia. Pero el carácter de Pedrín era insoportable. A los primeros días de casados con una aparente felicidad, siguieron otros de tortura para la esposa que, a cambio de sus desvelos por llevar el hogar adelante con amor y armonía, recibía toda clase de improperios y malos tratos. Habían pasado seis meses cuando decidió volver a su casa.
Ramiro la vio entrar un día en su casa y llorar abrazada a su madre: «No puedo estar ni un día más en esta casa. Ayer me pegó brutalmente y temo perder a mi hijo en una de estas palizas», decía la infeliz llorando. Y embarazada se marchó al día siguiente, sin despedirse de nadie; solamente a mi madre confió el secreto de su embarazo. Desde entonces Pedrín «el tuerto» se volvió taciturno y más desagradable de lo que ya era.