El juego del Escorpión

Capítulo 1

katherine

Cásate conmigo.

Nuestras piernas se encuentran entrelazadas en la amplia camare- donda del apartamento. Ni siquiera ha amanecido aún, pero las cari- cias y besos húmedos no han tenido ni un momento de descanso en toda la noche. Está tan prendado de mí que nome deja siquiera dor- mir, necesita de mi atención todo el rato. Me hace sentir unser único.

Agarro lassábanas, cubriéndome el pecho a la vez que abandonoel colchón, y comienzo a ponerme la ropa.

Me has preguntado mil veces, y mil veces te he dicho que no. Piénsalo deverdad, nome respondas de inmediato.

Vicenzo. Doy pequeños saltitos mientras me enfundolos pan- talones . Nome hace falta pensarlo, estoy cómoda así, ¿por qué hay que etiquetarlo?

Porque quiero decirle al mundo que eres mi esposa, Kath.

Meto los brazos por la camiseta de tirantes bajosu atenta mirada.

Disfruto de mis propias vistas: su torso desnudo, con nas cicatrices blancas, trabajado durante años. El pelo azabache alborotado le salpi- ca la frente y susojos ónice están cargados del brillo del deseo. Des- ciendo la mirada un poco más, perdiéndome en las líneas profundas de sus caderas y en los muslos grandes y poderosos.

Confórmate con tener sexo esporádicocon la enemigade tu padre.

Sumanose lanza a la caza, rodeando mi muñecayatrayéndome de nuevo al calor de la cama.

Jamás me conformaré . Surostro se entierra en la curva de mi cuello . Nunca tendré su ciente de ti.

Surespiraciónme hace cosquillas. Enzo, tengo que irme a entrenar.

Refunfuña, como un niño pequeño.

—Repítelo. —¿El qué?

—Llámame de esa forma. —En …

Su nombremuereen mis labios cuando los suyos chocan contra mi boca. Entierra la mano en mi melena, acercándome asus labios hasta que nos fusionamos en otra de nuestras ya habituales guerras; guerras donde nadie gana. Mi lengua serpentea por el borde de sus labios, saboreándolo. Los besos deVicenzoson puro éxtasis.

Nos apartamos en busca de aire, y aprovecho el momento para escapar de lo que sin duda se convertiría en sexounavez más. Agarro mi bolso y lo miro por encima del hombro antes de cruzar el umbral de la puerta.

—¿Teveo esta noche en Sinners? —pregunta.

—Estoy libre, así que allí estaré . —Le lanzo un guiñocon coquete- ría—. Estoy deseando saber conqué juegos me sorprendes hoy.

Me marcho, sabiendo que sus ojos novan abandonar mi figura hasta que desaparezca. Salgo del apartamento sin hacer ruido y pongo rumbo al pabellón industrial con el que me hice al poco tiempo de llegar. No está muy alejado del apartamento de Vicenzo así que voy caminando a pie. Allí me espera Goran, un exmilitar al que expulsaron del ejercito hace bastantes años y el que seha encargado durante estos dos últimos de mi entrenamiento físico.

Digamos que mi vida durante este tiempo hadado muchas vueltas. Ahora me desenvuelvo bastante bien en el combate cuerpo a cuerpo y tengo entrenamiento resistiendo a los venenos; además de ser casi una profesional con los cuchillos y de tener una puntería buenísima. Vivo en un apartamento de tres habitaciones con Dashy Dakota, que, para mi sorpresa, sellevan bastante bien. Hay días, como el de hoy, que los paso en el apartamento personal deVicenzo. Sí, VicenzoD’Angelo.

Desde que lo conocí, ejerció una atracción oscura y enigmática sobre mí que, con el paso de los meses, se fue incrementando. Noes amor, eso puedo asegurarlo, pero nuestra atracción sexual es innegable. Me hace olvidar todo el rencor que corre por misvenas y, cuando estoy con él, esa sensación de traición y esas ganas de venganza se desvane- cen. Y eso es malo, ese sentimiento fue mi motor en mis momentos más oscuros y aún debe acompañarme. La mafia italiana parece haber- se olvidado de mí, al igual que Roy y supatán, Hannibal. Aun así, no puedo bajar la guardia. Por ello me he entrenado hasta la perfección durante estos años. Estoy lista para pelear.

Me estoy acercando a nuestro sitio de entrenamiento improvisado cuando diviso a Goran, apoyado contra los portones de pintura des- conchada. Me lanza un saludo al estilo militar y lo imito.

—Buenos días.

—Buenos días, señorita. —¿Qué tenemos para hoy?

Me dala espalda al adentrarse en el interior y yo lo sigo.

—Lanzamientos, combate cuerpo a cuerpo e intentaremostrabajar un poco más en tu resistencia.

Sonrío con la primera parte, mi favorita. Corro hasta el pequeño servicio destartalado y me cambio los pantalones por unas mallas có- modas y unas deportivas. Amarro mi peloen una coleta alta, hacién- dola oscilar con cada paso.

El pabellónes amplio, acondicionado por zonas para cada tipo de práctica. En una parte tenemos colchonetas que usamos para cuando practicamos ciertas maniobras, como llaves, o combates; en otra zona tenemos dianas que ya poseen miles demuescas de cuchillos. Sacos de boxeo cuelgan de los techos, al igual que barras que utilizo para ejerci- tarme. Este sitio se ha convertido en mi pequeño templo. He pasado muchísimas horas entre estas paredes, sudando y sufriendo, pues no volveré aser la chica débil que fui.

—Por mi podemos empezar.

Correteo feliz, como una niña pequeña, ante la idea de sostener los cuchillos entre mis dedos y balancearlos. Goran sonríe ante mi actitud tan entusiasta y se coloca detrás de mi mientras yo estudio mi posición y entrecierro los ojos. Disfruto con la sensación del metal en mis manos, de su peso, hasta que encuentro la posición y momento ideal para lanzarlo y asestar en el centro de la diana. Ninguno de los dos se sorprende ante el resultado. Mi punteríaes infalible, y me he dado cuenta en estos años. Dejar el tirocon arco fue algo que nunca debí hacer, no siendo tan buena disparando objetivos.

—Demasiado fácil para ti, Kath. —Toma dos cuchillos más— . Prueba con los tres.

Sonrío ante el reto.

Da igual cuantos de ellos me haga sostener, he pasado días com- pletos perfeccionándome, recibiendo cortes, cansándome la vista hasta ver borroso. Tres cuchillos no suponen diferencia. Los lanzo, clavándose todos en el centro de modo que parecenuno solo. Goran suelta pequeño silbido.

—Sígueme.

Llegamos a las colchonetas. Nome hace falta una señal, una vez que estamos aquí esuna guerra cuerpo a cuerpo que no conoce nor- mas. Bloqueo el primergolpe directo a mi cara. Me tiembla la mano al contener supuño, así que acabo por retorcerle el brazo con destreza enun giro veloz.

—Bien hecho, sabes que tu tamaño puedeser también unaventaja.

Soy pequeña, y eso hace que mis contrincantes me subestimen al pensar que mederribaránde un plumazo. Lo que nose imaginan esla rapidez de mis movimientosy mi habilidad para sortear las maniobras antes de que me alcancen.

Aprovechando laoportunidad: agarroa Goran por detrás,taly como él meha enseñado en este tiempo. Doyungolpe en la parte trasera desu rodilla con la fuerza necesaria para desestabilizarlo. Inmediatamente, lo tiro sobrelas colchonetas yapreso unodesus brazos detrás desu espalda y el otrocon lamano extendidaal frente. Aproximo los labios a suoído.

—Un día la alumnava a superar al maestro. Una carcajada reverbera ensupecho.

—Ese día no será hoy.

—Nocreo que estés en situación de decir eso.

Presiono su brazo aún más fuerte contra suespalda. Él sisea entre dientes.

—Quiero revancha.

Río mientras lo libero. Volvemos aposicionarnos, y esta vez nose contiene: se lanza a por mí desde el primer momento, y su ego dañado hace que nome dé ni unsegundo para pensar. Intento esquivar los golpes, cosa que consigo, hasta que la respiraciónse me vuelvepesada y una patada barre mis piernas, haciendo que pierda el equilibrio. Esa pequeña distracción logra que su cuerpo se cierna sobre mí y yo acabe con la cara presionada sobre el material de la colchoneta.

—Tedije que no sería hoy.

—Eresun abusón. —Bufo.

—Claro, ahora soy un abusón.

Entre bromas, Goran acaba por tenderme unamano para que me levante. Seguimos combatiendo a la vez que me enseña nuevas técni-cas. Es bueno con el combate militar, pero también esun excelente maestro de artes marciales como el silat. Jamás pensé que convertiría mi cuerpo enun arma tan peligrosa. Al cabo de dos horas, estoy su- dorosa y exhausta. Nos despedimos, acordando vernos a la mañana siguienteen cuanto los primeros rayos asomen.

Decido coger el metro hasta mi piso. Treinta minutos más tarde, giro la cerradura del que ahora es mi humilde hogar antes de dirigir- me al baño. El agua caliente alivia mis músculos y el recuerdo de una ducha, de una casa, de una persona, meempaña la mente. Disperso eserecuerdo tan rápidocomo hallegado. Salgo, envuelta en una toalla, y me encuentro a Dakota apoyada contra la puerta de mi habitación.

—Hola —saludo. —¿Entrenamiento? —Afirmativo.

Dakota cierra la puerta al entrar, y yome paseo desnuda por la habitación.

—Quiero hablar contigo. —Claro, ¿de qué?

Nola miro directamente; en vez de eso, rebuscoalgo que ponerme en los cajones. Encuentro algo de ropa cómoda. La dejo caer sobra las sábanas y escojoropa interior.

—Encontré algo extraño en tu colada. —¿Algo extraño?

Meto las piernas en las braguitas y las acomodo. Hago lo mismo con el sujetador mientras le lanzoa Dakota una mirada furtiva. Tiene el rostro serio y parece no encontrar las palabras adecuadas.

—Vi sangreen tu ropa, Katherine.

—¿Sangre? —replicocon inocencia— . ¿Estás segura de que no era kétchup?

—Noes la primera vez.

—Creo que mesalpicó Kétchup la última vez quesalí a comer fuera.

Dakota pone los brazosenjarras. —Sé distinguir la sangre de la salsa. Pongo los ojosen blanco.

—¿Y qué sugieres? —Termino de vestirme y me dejo caer en la cama— . Tal vez peleas clandestinas … —Golpeo mi barbilla con el dedo—. Oh, ¡mejor! Soy una asesina en serie.

—No tiene gracia, Katherine. Sé que ocultas algo.

—Estás un poco paranoica.

Me levanto y, al acercarme, quedo una cabeza por debajo del ella; no olvidemos lo bajita que soy. Sus labios se fruncen ante mi actitud.

—Katherine …

Meinclino, como si estuviésemos compartiendo un secreto.

—Dakota, recuerda que todos ocultamos algo. No preguntes por mis cosas y yono preguntaré por las tuyas.

Salgo de la habitación,dejándola ahí plantada. Busco mi ordena- dor portátil y compruebola hora, en Seattle ya es noche cerrada. Abro la pantalla del ordenador y, justoen ese momento, un mensaje parpa- dea en la pantalla. El nombre hace que alce las comisuras de la boca. Respondorápidamentey, un minuto después, aparece una solicitud de videollamada. Acepto antes de que unrostroenmarcado enun brillan- te pelorubio me salude.

—¡Katherine!

—Hola, Cassie. —Sonrío y hago un gesto de saludo.

—¡Jules, venaquí!

La figura corpulenta de Jules no tarda en aparecer detrás de ella. Lleva el cabello recogido ensutípicomoño; y los años lo han hecho mejorar bastante. Ya era un tipo fuerte, pero el deporte que practica ahora hahecho mella en su cuerpo. Sostiene a un niño en los brazos.

—Saluda ala tita Kath.

Su mirada azul, iguala la de su madre, se posa en la pantalla. Achi- no los ojos a la vez que una sonrisa de orejaa orejasedibujaen mi cara. Su hijo es pura luz.

—Hola, cariño. —Muevo la mano, y él respondeconun gesto de sus deditos— . ¿Cómo está el hombrecito más guapo del universo?

Me muestra sus pequeños dientecillos enuna sonrisa que ilumina mi día por completo.

Sé lo que pensé cuando Cassie me contó lo de su embarazo. Creí que sería un error tener a este bebé . Hoy puedo decir que estaba to- talmente equivocada. No compartimos ni una gota de sangre, pero consideroa este niño parte de mi familia. Lo adoro; escucharlo reír y verlo creceres un privilegio del que me siento agradecida.

—¿Cómo estáis todos? —pregunto.

—Muy bien, Jules ha conseguido un contrato de empleo indefini- do —comenta Cassie. Jules sonríe, satisfecho— . Si todo va bien, tal vez enunosmeses intentemos buscarnos un piso más grande.

Asiento.

—Eso es genial, Cass.

—¿Cuándo vendrás a visitarnos? —Jules le tiende al pequeño y lo estrecha entre sus brazos— . Yahace mucho desde la última vez.

Cada vez que viajo a Seattle corro un riesgo, así que no voy tanto como me gustaría. Intento con todas mis fuerzas volver, sobre todo por Ashton. Lleva en coma dos añosyla culpa nomitiga dentrode mi pecho. Ni siquiera al visitarlo ese sentimiento se vuelve más llevadero. Contemplarlocon el rostro tan tranquilo, tan aniñado, y sin que esos ojos se abran de nuevo …

—Creo que pronto, John también quiereverme. —Todos queremos verte.

Jules y Cassie se abrazan en la pantalla, formando una estampa familiar que me hace reír.

—Akim ha aprendido a decir algo nuevo —comenta Jules.

—¿Sí? —Sonrío— . A ver, Akim, dile a la tita Katherine qué has aprendido.

—Venga, Akim —Lo anima Cassie— . Ka … —Ka …

—Kathe … —Lo sigue ayudando. —¡Katherine!

—Bieeeeen. —Lo felicito mientras todos aplaudimos—. Muy bien.

Akim sonríe, primeroa su mamá y luegoa la pantalla. Se frota el ojo con el pequeñopuño, enrojeciéndolo.

—Parece que alguien tiene sueño —canturrea Jules.

Cassie le da un suave beso en la coronilla de pelo castaño claro y le susurraun «buenas noches» antes de tendérselo a Jules para que lo lleve a dormir.

—Buenas noches, Akim.

Lanzo un beso a la pantalla.

Observo como el pequeñodesapareceen brazos de Jules mientras mira fijamente la pantalla. Cassie pone una cara que sé interpretar a la perfección: es la que usa siempre que va ahablar de algo que tal vez nome guste.

—Hace unos días estuve hablando con Lev …

—¿Siguesen contacto con él? —pregunto con indiferencia. —Sí .

—Mealegro. —Mi voz suena mucho más fría que de costumbre.

—¿Deverdad que no quieres saber nada de él? Yasabes, de Aiden … —Noconozco a nadie conese nombre.

—Venga Katherine. No sé qué ocurrió, pero ¿deverdad que no te gustaríaarreglarlo? ¿Y si es tu alma gemela?

—No existe tal cosa —digocon tono seco— . Y no, no hay nada que solucionar porque noconozco aesa persona.

Y es verdad. Aiden Volkov no existe. Es una burda mentira, una ilusión. Una que me removió los sentimientos lo suficiente como para romper algo en mi interior. Solo espero que nuestros caminos nose crucen, pues estoy dispuesta a hacerlo sangrar con los pedazosrotos que dejó asu paso.

—Él seva a … —Cassie.

—Tevasaarrepentir, Katherine.

—No Cassie, créeme que no. —Lanzo unsuspiro—. Además, ten- go a alguien.

—¿En serio? —Abre mucho los ojos— . No será aquel que me dijiste …

—Sí,ese mismo. Nosseguimos acostando y conesome conformo por ahora. No tengo la cabeza ni el ánimo para relaciones más serias. Estoy muy ocupada.

—Entiendo. —Sonríe débilmente—. Te echo mucho de menos. Respondoasu sonrisa con otra.

—Sacaré un vuelo pronto, lo prometo. —¡Cassie!

Ambas nos sobresaltamos.

—Parece que hay un papá en apuros. —Me río— . ¿Hablamos mañana?

—Claro. —Memuerdo ligeramente el labio antes de añadir—: Te quiero, Cass.

—Yo también.

Sonríe una última vez y luego cuelgo. La pantallase vuelve negra. Permanezco un rato sentada en el salón, con el ordenador, sin hacer nada. Cada vez que veo a mis amigos, al pequeño Akim … extraño Seattle, mi casa, mi vida de antes.

Suspiro otra vez antes de levantarme y caminar hasta mi dormito- rio. Echo el pestillo y me siento frente a mi amplio tocador. Meto la llaveen el único cajóncon cerradura. Abro y examino la hilera de ve-

nenos distintos. Sigo el mismo orden que siempre, los destapo y tomo unapequeña dosis que calculo conun cuentagotas. Veneno de cobra, veneno de coral, veneno de krait rayado, víbora de Russell …

Al principiopensé que memoría: altas fiebres, alucinaciones, sensa- ciónde asfixia,convulsiones, vómitos, sudores fríosymareos. Son solo algunos de los síntomas que experimenté al comienzo de esta práctica conocida comomitridatismo. Dos años después de mis primeras dosis, esto se ha vuelto un ritual que nome produce apenas síntoma alguno. Tal vez ligeros temblores en las manos o un aspecto más pálido del normal, el resto lo tengo bajo control.

Aplico las dosis una a una, con pequeños márgenes de diferencia. Una vez que finalizo, lo dejo todo como estaba y vuelvo acerrar el cajóncon llave. Escucho la puerta del apartamento y asomo la cabeza por la puerta, curiosa.

—¿Dash?

Este aparece al terminar de cruzar elpasilloy sedejacaeren elsofá del salón.

—¿Acabas de salir de trabajar?

—Efectivamente. —Se pasa un brazo por encima de los ojos— . Creo que sería capaz de quedarme dormido incluso de pie.

—A esto se le llama explotación laboral.

Supechose contrae con la risa que escapa de sus labios.

—Al menostengo vacaciones. —Me tira uncojínala cara— . Cosa que contigo no tenía.

—Muy bonito eso de soltar reproches.

Abandono el marco de la puerta y me lanzo al sofá, junto a él. Lo golpeo de vuelta con otro de los muchos cojines que lo decoran. Esto da comienzo auna sucesión de aporreos y risas al estilo más infantil.

—¡Nome hagas sacar mis nuevas habilidades! —bramo entre car- cajadas.

—Desde quesabes pegar te has vuelto una tipa muy chunga. —Me molesta.

Le pellizco el costado con los dedos. —Recuerda que soy pequeña, pero … — … mortífera. Lo sé .

Guardamos silencio mientras nuestras respiraciones vuelven a ad- quirirun ritmo normal. Por el rabillo del ojo, lo veosonreír mientras mira el techo.

—¿Dirías que eres feliz?

Mi preguntalo toma por sorpresa.

—¿Aqué viene esa pregunta? —Arquea unaceja— . Puessí,creo que lo soy, ¿y tú?

—Me preocupa que algún día te arrepientas de haber venido has- ta aquí —confieso— . No sé si soy feliz. En cierta medida me siento mucho más libre que antes, sin vigilarun club, sin órdenes … pero soy consciente de que sigo siendo quien era.

—Ninguno de nosotros te va aculpar por estar aquí . Vinimos por- que quisimos.

Apoya unamano sobre mi hombro y lo aprieta suavemente. No decimos nada más, damos por zanjado el tema.

Hoy no tengo trabajo, es mi noche libre. Aunque en Seattle me espera mi propio club, aquí en Sídney me dedico aservir copas detrás de la barra enun club nocturno de lo más pijo. Me gusta: aporta tran- quilidad y normalidad a la de ya por sí caótica vida que tengo.

El resto del día transcurre demanera monótona. Dashy yonosen- cargamos dehacer lacomida para luego comerla entre los tres. Dakota pasa bastante tiempo en casa, aunque tambiéntrabaja a media jornada en una cafetería super chic del centro. Después, decidodormirun rato, pues comienzo a sentirme un poco extraña. Es posible que el cuerpo me esté pidiendoun descanso.

Para cuando despierto, el reloj marca que es hora de que comience avestirme si quiero ir al Sinners,o como realmentese llama: me Rose of Sinners.

«La Rosa de los Pecadores» .

Es un club que, como su propio nombre indica, está dirigido por y apecadores. Cualquier cosa de índole sexual y carnal, allí puedes ha- cerla. Nohaylímites, se premian losexcesos. Cómoacabé acudiendo a estos sitios essencillo: conel paso delos mesesfui comprendiendo que existen muchas sombras en mi interior que estaba intentando ocultar. Cuando entro al Sinners, no soy Katherine; soy quienelija serenese momento.

Me coloco un vestido verde esmeralda con una abertura hastapasa- da la media pierna y unos tacones altos antes de atusarme el pelo. Ob- servo mi reflejo tan pálidocomo las primeras nevadas y los labios rojo carmesí . Sonrío, enfundándome ánimos. Agarro el bolso y, al plantar- me en la acera, llamo a un taxi.

Observo la preciosa ciudad que merodea porla ventanilla. Es posi- ble que nuncame canse de ella. Los edificios con formas estructurales extrañas y poco convencionales, las explosiones de color, el gentío. No tardamos en llegar, pago y salgo al exterior; no sin antes colocarme un fino antifaz de encaje sobre los ojos. Frente amí, hay un edificio de numerosas plantas con las fachadas compuestaspor cristalerastintadas que no dejan vernadadelo que sucede en su interior. Al reconocerme uno delos empleados, hace que me coloquenunamarcaen la muñeca con la forma de una rosa de color negro.

El color indica tu rango.

Blanco significa primer rango; tienes acceso a las plantas bajas, en las que sellevanacabolas acciones más corrientes y donde elderroche de dinero es menor. Luego tenemos el rojo, donde las prácticas suben de nivel. Infringir dolor, fetiches, orgías… Y, por último, el negro; ahí nohay límites de ninguna clase. Puedes hacer lo que quieras, puedes ser quien quieras.

La primera planta es un bonito restaurante que hace desviar las miradas de lo que realmente se cuece aquí dentro. Ignoro por com- pleto las mesas y medirijoa la zona de los baños, al ascensor que solo pueden utilizar aquellos con la marcarojao negra.

Recibo sonrisas de aquellos empleados que ya me conocen. Paso la rosa por el lector y las puertas del ascensor me dan la bienvenida. No subo a la última planta, Vicenzo me espera en la segunda.

Me paseo entreel gentío; orgíaso intercambios depareja. Algunas personas que caminan a cuatro patas como un animal me interrum- pen el paso. Antes de alcanzar el amplio pasillo que da a las habita- ciones rojas, paso junto a un glory hole. Veoauna chica hincada de rodillas mientras alterna entre varios miembros que se introduce en la boca. Tiene el rostro manchado por el rímel corrido y el pelo des- peinado.

Llego hasta la habitación con el número favorito de Vicenzo. Sin necesidadde tocar, seabre paramí . Revelaa un Vicenzo sin camisa, con las piernas entreabiertas enfundadas ensus pantalones de traje y una sonrisa seductora pintada en los labios.

Un cinturón pende de susmanos.

—Te echaba de menos —ronronea— . ¿Estás lista? Sonrío, cerrando la puerta.

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