Las flores de la tumba y otros relatos

Capítulo 2

¡YO SOY TU HERMANO!

El pequeño Iñaki no podía haberse imaginado que encontraría tanta diversión en aquel pueblo después que lo llevaran a regañadientes. Sin tele, ni ordenador, ni colegas para jugar al futbol, aquello debía de ser el infierno, además de tener que aguantar a su hermanita Mary, que siempre le andaba detrás como una sombra. Allí no había ni agua corriente, y sí un montón de polvo. Era una casa vieja en Navarra, que dejaron los abuelos, y su madre, Carmen, había tratado de venderla durante años. Y qué mejor sitio que aquél para pasar unos días con los pequeños en verano.

Al día siguiente a su llegada, encontraron en la puerta a un chiquillo más o menos de la edad de Iñaki. Era bajo, aunque de constitución fuerte, con una cabeza pequeña y rapada sobre la que llevaba una boina demasiado grande que ocultaba a ratos sus ojos, un poco oblicuos y penetrantes como los de un ratón. Tenía unos rasgos ordinarios y estaba muy sucio, pero les sonrió ampliamente y, quitándose la boina en señal de respeto, dijo:

—¡Buenos días les dé Dios! Siempre paso por aquí y, como es extraño encontrar personas raras en este pueblo, me dije, ¿por qué, Pedrito, no te presentas a estos señores y te ofreces a lo que puedan necesitar?

—¿Y por qué se supone que somos personas raras? Si, mira, yo tengo la nariz en el mismo sitio que tú —dijo Carmen riendo, mientras se señalaba la nariz con el dedo. Y viendo el aspecto ruinoso del chico expresó— ¡Ahora precisamente íbamos a desayunar! Si quieres

¿Pedrito dijiste que te llamabas?

, nos puedes acompañar.

Pedrito fue algo así como la tabla de salvamento de Iñaki. Con él, desde muy temprano en la mañana, vagaba por el monte recolectando bichos, cazando pájaros y mariposas y haciendo cañas rudimentarias con un palo y un sedal, con las que lograban buenas pescas. El chico prácticamente vivía con ellos y solamente se ausentaba cuando comenzaba a anochecer. No sabían dónde vivía ni si tenía familia, porque cuando se lo preguntaban cambiaba de conversación. Faltando pocos días para terminar las vacaciones y regresar a Bilbao, el tiempo dio un cambio repentino y llovió intensamente. Estaban resignados a no salir de casa cuando escampó, y el sol les saludó espléndido aquella mañana, la de la tragedia.

Carmen preparó una buena merienda y acudió con sus hijos y Pedrito a pasar el día en el río. Mientras la madre sentada sobre unas piedras se entretenía tejiendo, los niños jugaban en el agua. De repente, de la nada, se escuchó un terrible estruendo y, sin que nadie lo imaginara, bajó la riada arrastrando piedras y árboles por las faldas del monte, arrollando a los tres niños. Sus cabecitas se hundían y emergían dando vueltas en las tumultuosas aguas.

Gritando desesperada, Carmen se lanzó al furioso torrente, logrando alcanzar a la pequeña por un pie y arrastrándola a la orilla. Pero los dos niños se perdieron de su vista. Fuera de sí, la mujer corría por la rivera tratando de divisarlos. Iñaki logró aferrarse a una roca, mientras Pedrito desaparecía en el agua. Sin pensarlo mucho, el chico se lanzó de nuevo y se sumergió en busca de su amigo. Por unos instantes no se veía a ninguno de los dos, pero, de pronto, Iñaki emergió arrastrando el cuerpo exánime del otro. Ya en la orilla Pedrito, repuesto del susto, envuelto en toallas y tiritando de frío, exclamó:

—¡Sabes que esto nunca lo olvidaré! De ahora en adelante, ¡yo soy tu hermano!

El timbre de la puerta sonaba incansable como si fuera alguien conocido y, cuando Elisa abrió la puerta, se encontró de cara con un hombre bajito que se cubría con una boina demasiado grande y en cuyo rostro moreno brillaba una sonrisa tan amplia que le ocupaba toda la cara. Se veía un poco maltrecho, y Elisa quedó desconcertada cuando le preguntó

—¿Está mi hermano Iñaki?

Que ella supiera, su marido no tenía ningún hermano, pero aun así lo llamó:

—¡Iñaki! ¡Aquí hay un hombre que te busca!

El citado acudió en pijama con el periódico en la mano y quedó un tanto perplejo por un instante. Habían pasado muchos años pero, sin embargo, enseguida reconoció a Pedrito y lo abrazó con efusión. Se podría decir que con apenas unos centímetros de más estaba igual que antes

—¡Chico! ¿Qué haces tú por aquí, y como diste conmigo? Pero pasa. Esta es Elisa, mi mujer. Ya llevamos cinco años casados. ¿Y tú cómo estás? Yo te hacía en el pueblo.

—Pues nada, que vi que estaban echando abajo la casa y le pregunté por vosotros al hombre que estaba allí. Me dijo que tu madre le vendió la propiedad y me dio un número de teléfono que resultó ser de tu hermana, que me dio tus señas. Por cierto, ¡qué guapa está tu hermanita! Quién lo iba a decir de aquella mocosa. El caso es que el hombre aquel me trajo en su camioneta y me llegué hasta aquí con la esperanza de volver a veros. No me podía marchar de Bilbao sin venir por aquí.

Pedro se abrazó a Iñaki y dijo dirigiéndose a Elisa:

—¡Él es más que un hermano para mí, me salvó de la muerte! ¿No te lo ha contado nunca? — La mujer negó con la cabeza y él prosiguió —. ¡Si es un héroe! Le debo la vida para siempre.

—¡Vaya, no sabía nada de que hubieras llamado! Y no es de extrañar, ya que Mary solo se preocupa por ella —dijo Iñaki y, viendo la fachosa figura del hombre, preguntó—: ¡Y bueno! Háblame de ti… Supongo que tendrás trabajo y familia.

Él lo miró con sus ojitos de ratón antes de contestar.

—¡Pues verás! Ni lo uno, ni lo otro, por eso me dije, ¡vete a buscar a Iñaki, que seguro te ayudará! Porque ya sabes, tú eres mi hermano, y como yo soy un paria en el pueblo…

—¡Y eso por qué! ¿No se ocupaba nadie de ti? Nunca nos dijiste si tenías familia, ni siquiera dónde vivías, Pedrito.

—Yo no tengo padres. Alguien me dejó allí cuando era muy pequeño, e hice de una cueva mi hogar. Un viejo al que yo llamaba abuelo me daba de comer de vez en cuando, y justo un par de días después de que te fueras lo encontraron muerto. Había sido golpeado ferozmente, con la cabeza envuelta en una bolsa de plástico. Ahogado el pobre hombre, y me echaron la culpa. La guardia civil no encontró pruebas contra mí, ¡pero ya sabes cómo son en los pueblos! Para ellos yo era culpable. Me iban a llevar a un hospicio. Pero me escondí hasta que me olvidaron y, la verdad, peor no lo pude pasar.

—¡Pues nada! Ésta es tu casa. Tengo un taller de ebanistería que era de mi papá y necesito un pinche. Mientras tanto te puedes quedar con nosotros, ¿verdad Elisa? —preguntó Iñaki. La mujer no dijo nada. Echó una mirada a aquellos ojillos de ratón e involuntariamente sintió un escalofrío.

No se podía decir que Pedro no pusiera toda su voluntad en aprender algo de provecho, y en poco tiempo ya era casi un completo carpintero. Iñaki confiaba tanto en él que dejaba el negocio en sus manos y no quería ni oír hablar del deseo del otro de buscarse algún sitio para vivir. Pedrito comenzó a sentirse incómodo, ya que era consciente de que el matrimonio no pasaba por buenos momentos, entre peleas constantes. A Iñaki se le había metido en la cabeza que Elisa lo engañaba, y estaba tan obsesionado que la seguía por todas partes. Pedro veía con preocupación la mala disposición de su amigo con Elisa, cuya aversión por él no había cambiado ni un ápice en todo este tiempo y simplemente lo ignoraba.

En los brazos de su amigo, Iñaki lloraba sobre el cadáver de Elisa. La mujer desparramada sobre el suelo del dormitorio estaba irreconocible con la cabeza masacrada a golpes y cubierta con una bolsa de plástico amarrada a su cuello. El marido la había encontrado al volver para comer y el crimen, al parecer, había sucedido temprano en la mañana.

La policía corroboró que los dos hombres estaban trabajando en la ebanistería a esas horas y que no se habían ausentado, pero no les pasó por alto las miradas de complicidad entre los dos. El historial de Pedro en el asunto de la muerte del viejo y la similitud con el homicidio, además de la antipatía de la fallecida por él, le llevó a sufrir largos interrogatorios hasta poder demostrar que no tenía nada que ver con el asesinato.

Sobreponiéndose al terrible crimen, la vida no cambió mucho para los dos amigos, que siguieron viviendo juntos en el piso y ocupándose del negocio. Al principio, Carmen y Mary acudían frecuentemente para ayudar con las compras y el manejo de la casa, pero no dejaban de aconsejar a Iñaki que debía deshacerse de Pedro, porque les daba muy mala espina. Las dos mujeres estaban convencidas de su culpabilidad, aunque la policía dijera lo contrario. No había más que mirar aquella cabeza estrecha y esos ojos de ratón para darse cuenta de que estaba desquiciado y la justicia no tardaría en echarle el guante. Sería mejor que no siguiera involucrándose con él. Iñaki terminó por pedirles que no volvieran, pero ellas insistían en sus ruegos por todo lo que le querían, aunque él siguiera sin hacerles caso.

Una nueva desgracia les aconteció y su hermana apareció muerta en las mismas circunstancias a primeras horas de la mañana. La policía estaba desconcertada, sin ninguna pista fiable. Al parecer, Mary conocía a su asesino porque la puerta no estaba forzada. Y aunque la chica vivía sola, sí tenía un novio que se quedaba muchas veces en el piso con ella. Él fue el primer sospechoso, pero pronto se demostró que no tenía nada que ver por haber estado ausente. Otra vez, Pedro estuvo en la comisaría y fue acusado de los crímenes, pero Iñaki demostró su coartada de nuevo, jurando que había estado en su compañía.

La policía, ante los hechos innegables aunque no probados, estaba segura de que los dos hombres se tapaban mutuamente, e Iñaki fue citado a la comisaría. Sin perder ni un momento la serenidad, volvió a afirmar que Pedro había estado todo el tiempo con él.

—¡Si lo sabré yo, que vivimos y trabajamos juntos! ¡Qué culpa tiene de ser un pobre desgraciado con tan mala suerte en su vida! ¡Ya déjenlo en paz de una vez! —exclamó, y se fue muy enfadado.

Iñaki resolvió hablar con Pedro al darse cuenta de que, mientras estuviera bajo su techo, la policía no le daría descanso. Y mientras estaban solos en el taller, se acercó a él de muy buen talante diciendo:

—Ya sabes lo mucho que me ha costado sobreponerme a la muerte de mi mujer y a la de Mary. Pero mientras estés aquí, no van a dejarnos vivir. La policía es como un perro con un hueso y por tus antecedentes andan tras de ti —y le sonrió mientras el otro, sin interrumpir su trabajo, lo escuchaba en silencio—. Así que, pensando que tú estás más afectado que yo por todo esto, será mejor que te vayas a otra parte por un tiempo. Yo te ayudaré con los gastos mientras tanto. ¿Qué te parece?

Pedro lo miró directamente a la cara con sus ojitos de ratón medio cerrados, y una sonrisa de tristeza cruzó su rostro al decir:

—Cuando me salvaste la vida, Iñaki, te dije: ¡yo soy tu hermano! Y mira si lo cumplí: mentí por ti y nunca confesé que sabía que mataste a Elisa y a tu hermana, y ahora estoy casi seguro de que, a pesar de tus pocos años en ese entonces, también asesinaste al viejo. ¡Me parece buena idea el marcharme! Porque si aún estoy con vida es porque soy tu tapadera. Eres un sicópata, y que Dios se apiade de ti. Tranquilo, no me volverás a ver ni yo me pondré a tu alcance, aunque puedes estar seguro de mi silencio, ¡porque yo soy tu hermano!

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